martes, 25 de enero de 2011

Piedras

A Herson



"y abajo un infierno delicioso
por donde deambulamos
recogiendo piedras."
Eduardo Langagne





Hace casi diez años comencé a guardar piedras.
Las primeras fueron regalos de gente que tal vez sabía que me gustan las piedras, antes de que yo lo supiera. Piedras de río, piedras de vías del tren (que mucho se parecen a las de río, será tal vez, porque el tiempo transita sobre ellas con la íntima pasión del deterioro), piedras preciosas, piedras con historia, piedras mínimas. Las segundas las más importantes las compré para mí, como la única muestra de amor que me tendría.

Fue casualidad que todas estuvieran rotas. Fue casualidad que entre todas las piedras del día, la que tenía una grieta, una cicatriz, llevara mi nombre. Después se volvió necesario. Sabía que una piedra herida habría de dejar salir por esa llaga una poca de la vida que llevaba dentro. Las piedras accidentadas eran las más hermosas.

Fundé mi antología de piedras por casi una década, con la única intención de ir perdiéndolas. Todas se fueron. Quise abandonarlas en manos de personas que aún no sabían que les gustaban las piedras. Cada una me dolió su peso en años, pero tal vez fue una forma cordial de inventariar las pérdidas.

Conservé una.
Una turquesa africana que adquirí en 2005. Verde, azul, café, gris. Contenía en su claridad el color de las cosas calmas. Atravesándola violentamente, una grieta de una profundidad que le llegaba hasta el origen. Parecía milagro que siguiera unida, viva. Supe que la conservaría siempre; la llamé valiosa y la defendí como si sobre ella hubiera nacido, como si mi madre la hubiera sostenido con dolor, en la mano, mientras me paría.

Cuando lo encontré, estaba roto.
Fue la piedra que reconocí para mí antes de descubrirle la herida.
Cuando lo recorrí, caminé por todas sus grietas que sangraban vida: les puse nombre, las habité con miedo, con ternura, con devoción. Él todo era una piedra, una más antigua. Una habitable: Una isla.
Y sus grietas, accesos incidentales al abismo.

Se convirtió en mi piedra más valiosa. La más herida, la más remota. Por la única que me rompería los huesos para conservar por siempre.

Cuando lo encontré, estaba roto.
Quizá el amor sea este camino que por él recorro medio a oscuras buscando todos sus pedazos.

Le he dado la turquesa.
Dos piedras preciosas deben tenerse.
Sé que aunque ahora ya no es mía, la tendré cerca toda la vida. Es un lujo de la imaginación que quiero darme. Pero sé también, que si se va de mí y se la lleva, al menos sabré en qué preciso lugar estarán dos piedras de mi origen. Y sabré dónde encontrarme, y sabré a dónde volver siempre.