viernes, 30 de septiembre de 2011

Una caja de fotos

Fragmento de una carta a H


Encontré una caja de fotos muy viejas; parece que están en ese hueco de la casa acumulándose para que alguien las encuentre cualquier día y caiga dentro, como en una trampa. Casi ninguna es mía; son de personas que conozco y he visto crecer y morir. Los veo pasar enfrente de mí y pienso en cómo no soy ninguno de ellos pero soy todos, en parte, y en lo mucho que me da asco saberlo. La foto de mi abuelo cargando en las piernas a un primo Charly de seis años. Sombreros y botas. Muchas ilusiones. Sobre esa foto se alzaron los años siguientes; las humillaciones, los gritos, los golpes. Sobre esa sonrisa chimuela y ese viejo culero que nunca se aprendió mi nombre. No me sorprende que no tenga ninguna foto con él, pero sí me da gusto.

Hay muchas fotos así, en el pueblo: toda la familia de mi mamá en la sala a veces descascarándose, a veces no. Alrededor de una mesa, con hijos, con novias, con coronas para muertos. En ninguna estoy. Está mi abuela Margarita, de rato joven. Yo no la recuerdo así. Aunque en toda la caja sólo haya fotos de ella con los brazos gordos y la piel dura, yo la recuerdo como un saco de huesos apestoso que abracé con asco hasta que murió. Recuerdo los golpes de un cráneo contra el piso dentro de una casa hueca donde dos niños cuidaban a una anciana; la sangre y los gritos, las putas ambulancias, la abuela dentro de una, sonriendo, con la cabeza escurriendo rojo, diciéndonos adiós. Ojalá hubiera una foto de eso. No le íbamos a volver a robar dinero, prometimos. No íbamos a corretearla y a decirle apodos de la tele. Nos abrazamos, Charly y yo, llorando, mientras ésos de blanco se la llevaban. Pensamos que se iba a morir y tuvimos miedo. Luego ya no pudo perseguirnos con la escoba ni pellizcarnos, nunca más pudo volver a golpear a mi primo porque dejó de caminar. Dejó de hablar, también, y entonces ahí, una tarde a solas viendo la tele, le pregunté si me quería. Dijo que sí con un gesto y yo le dije que ya la iba a querer. Dicen que de joven era muy bella pero para mí siempre será un montón de frutas pudriéndose.

Fotos de las muertas jóvenes, las de la maldición de la familia. Tía Blanca con cara de muñeca; de la que sólo tengo un recuerdo: el funeral unos días antes de que mi hermano Mario naciera, mi mamá llorando como un animal atropellado y esa neblina baja de los recuerdos viejos. Me voy a alzar para ver, pensé. Puse mis manos en el ataúd y me paré de puntitas para verla, salté, me pegué en la barbilla, salté otra vez. No la vi. Las fotos nos recuerdan todo lo que no fue retratado. Las fotos también retratan todo lo que no sucedió.

Pienso en los muertos que se eternizaron en las fotos. Y pues no. Irremediablemente esas fotos van a desaparecer y también los recuerdos de los vivos. Tantas personas han sido olvidadas a lo largo del tiempo. Tal vez eso dura nuestra vida; el tiempo que existimos como idea antes de nacer y el tiempo que perduramos como un recuerdo. Ojalá pudiéramos saber cuál es el último instante en que alguien es recordado. Esto es lo último que alguien pensó sobre ti en la historia del mundo. Algún día, también, alguien tendrá el último recuerdo sobre el mundo.

Un día todos éstos de la caja van a morir. Incluso los que no me cagan. Veré a mi padre tieso como una piedra y recordaré estas fotos donde tiene veinte años y un arma en cada mano. Recordaré las fotos que no existen pero que mi memoria guardó en otra caja más profunda. Veré a Axel con la vida de fuera y recordaré que su primera palabra fue mi nombre y que a nadie le importa eso. Pero tal vez no vea a nadie morir y me una antes a los muertos de ese hueco de la casa. Son varios kilos de fotografías y estoy en todas. En la boda de mis papás a la que no pude ir por cuidar a la abuela Margarita, en la foto de la secundaria ese día que no llegué, en todas las fotos de las muertas que pensaban que tendrían que ver morir a sus papás.

Quisiera ser yo quien tuviera el último pensamiento sobre mí en el mundo.

martes, 25 de enero de 2011

Piedras

A Herson



"y abajo un infierno delicioso
por donde deambulamos
recogiendo piedras."
Eduardo Langagne





Hace casi diez años comencé a guardar piedras.
Las primeras fueron regalos de gente que tal vez sabía que me gustan las piedras, antes de que yo lo supiera. Piedras de río, piedras de vías del tren (que mucho se parecen a las de río, será tal vez, porque el tiempo transita sobre ellas con la íntima pasión del deterioro), piedras preciosas, piedras con historia, piedras mínimas. Las segundas las más importantes las compré para mí, como la única muestra de amor que me tendría.

Fue casualidad que todas estuvieran rotas. Fue casualidad que entre todas las piedras del día, la que tenía una grieta, una cicatriz, llevara mi nombre. Después se volvió necesario. Sabía que una piedra herida habría de dejar salir por esa llaga una poca de la vida que llevaba dentro. Las piedras accidentadas eran las más hermosas.

Fundé mi antología de piedras por casi una década, con la única intención de ir perdiéndolas. Todas se fueron. Quise abandonarlas en manos de personas que aún no sabían que les gustaban las piedras. Cada una me dolió su peso en años, pero tal vez fue una forma cordial de inventariar las pérdidas.

Conservé una.
Una turquesa africana que adquirí en 2005. Verde, azul, café, gris. Contenía en su claridad el color de las cosas calmas. Atravesándola violentamente, una grieta de una profundidad que le llegaba hasta el origen. Parecía milagro que siguiera unida, viva. Supe que la conservaría siempre; la llamé valiosa y la defendí como si sobre ella hubiera nacido, como si mi madre la hubiera sostenido con dolor, en la mano, mientras me paría.

Cuando lo encontré, estaba roto.
Fue la piedra que reconocí para mí antes de descubrirle la herida.
Cuando lo recorrí, caminé por todas sus grietas que sangraban vida: les puse nombre, las habité con miedo, con ternura, con devoción. Él todo era una piedra, una más antigua. Una habitable: Una isla.
Y sus grietas, accesos incidentales al abismo.

Se convirtió en mi piedra más valiosa. La más herida, la más remota. Por la única que me rompería los huesos para conservar por siempre.

Cuando lo encontré, estaba roto.
Quizá el amor sea este camino que por él recorro medio a oscuras buscando todos sus pedazos.

Le he dado la turquesa.
Dos piedras preciosas deben tenerse.
Sé que aunque ahora ya no es mía, la tendré cerca toda la vida. Es un lujo de la imaginación que quiero darme. Pero sé también, que si se va de mí y se la lleva, al menos sabré en qué preciso lugar estarán dos piedras de mi origen. Y sabré dónde encontrarme, y sabré a dónde volver siempre.