Eres un planeta
Eres un planeta. Un planeta que se ve desde lejos, pero que no tiene las condiciones para que uno se quede a vivir ahí.
Un planeta que duele. Dolería vivir ahí. No es posible, a menos que se sacrifiquen muchas cosas, como renunciar a respirar o andar siempre con un casco. O se podría vivir ahí tal vez 17 horas, no más. Alguien lo haría, tal vez, si creyera que vale la pena. Y después moriría. Pero quien decide si valió la pena vivir ahí es quien se queda. Nadie más, ni siquiera el planeta.
Eres un planeta mítico y doloroso que sólo se puede ver en libros. O algunas noches, desde muy lejos, como Venus. Yo te miro cuando dicen en las noticias que te vas a ver, y pienso, “quisiera estar ahí”. Imagino cómo sería mi vida ahí. Mi vida de 17 horas, pues tal vez yo pensaría que sí vale la pena.
Aunque tal vez tú me dirías, cuando me vieras llegar en una nave: “No, vete, no valgo la pena”. Pero eso no lo decide nadie más que yo, ni siquiera el planeta. Sin embargo, puedes expulsarme. Tienes ese poder. A la primera hora puedes enviarme de regreso a la Tierra. Y aunque eso no significa que hayas demostrado que no vale la pena, me iría, triste, en la nave, pensando que sí valía la pena, que el planeta no tiene por qué estar solo y que quería vivir ahí. Pero cuando regresara ya no habría más naves de vuelta. Se me habrían negado las naves. Probablemente me resignaría a mirarte desde lejos cada vez que alguien en las noticias o en la calle dijera: “Mañana se va a ver ese tal planeta mítico y doloroso”.
No podría estar en ti, sólo verte desde lejos, sentada en mi terraza, en una silla, junto al perro, que también te vería y te ladraría. No es lo que quiero, pero decidiría, también, que incluso eso vale la pena.